El cazador se movía sigiloso entre las ramas, que se enganchaban a sus ropas como si quisieran detener su avance. Sin embargo, llevaba años recorriendo aquella zona con su pequeño grupo y sabía bien cómo actuar si quería conseguir su trofeo.
A pesar de su secreta resistencia, el bosque parecía sumido en un profundo sueño. Una brisa imperceptible, que de vez en cuando susurraba entre las hojas, los incómodos insectos que se pegaban a su piel y el trino aislado de algún pajarillo eran la única prueba de que la vida no había desaparecido de aquel lugar. El hombre no se extrañó. Había visto los troncos apilados en el camino y sabía que unos kilómetros más arriba, junto al lago, los cimientos de una nueva urbanización empezaban a asentarse; no era de extrañar que el lugar se hubiese apagado.
Entonces escuchó unos crujidos y un grito que rasgó la paz durante unos segundos. Una sonrisa perversa afloró en su rostro. Seguramente Juan había localizado a la corza y empezaba a espantarla en su dirección, tan solo debía estar atento y disparar en el momento adecuado. Pero el ruido no se repitió y la corza no apareció. Con un encogimiento de hombros siguió abriéndose paso, sin darle mucha importancia.
No la vio hasta haber pasado de largo. Inmediatamente volvió sobre sus pasos para encontrarse con que no había sido cosa de su imaginación. Una muchacha estaba sentada sobre la rama de un viejo sauce mientras le susurraba una incomprensible melodía a una bola de pelo ensangrentada que acunaba en su regazo. Y a pesar de lo desconcertante de la escena, lo que más extrañó al cazador fue la rama, que parecía enroscarse al cuerpo de la chica, recogiéndola en un tierno abrazo, y descendía hacia el suelo como si en vez de buscar la luz del sol ansiara la comodidad de su ocupante.
—¿Qué ha ocurrido? —su voz rompió el hechizo y el canto se detuvo.
Quiso gritar desesperado cuando ella alzó el rostro anegado de lágrimas y sus miradas se encontraron. El hombre sacudió la cabeza, intentando disipar aquel extraño sentimiento de agonía que había provocado el silencio. Algo en ella estaba mal, pero no alcanzaba a discernir el qué. Quizá fueran esos extraños ojos que parecían vacíos, quizá sus ropas ensangrentadas o quizá era la impresión de haber entrado en un sueño. Pero antes de que pudiera pensar con claridad la cuestión perdió importancia. Olía a flores.
—¿Te encuentras bien, pequeña?
—La vida se agota —susurró ella melancólicamente.
—¿Cómo te llamas? ¿Te has perdido?
Debía sacarla de allí, pensó, no quería estar de cacería con una niña dando vueltas entre la maleza. Así que se acercó un poco más, tendiéndole la mano para ayudarla a bajar del árbol, pero ella no se inmutó.
—
Shizen no Fukushû. No puedo permitirlo.
—Claro —dejó caer la mano, sin entender. No parecía estar muy bien de la cabeza—. Lo primero es que bajes de ahí y....
—Yasei Shizen —de pronto su voz tomó fuerza, se volvió firme y amenazadora—. Me llaman Yasei Shizen, hombre, cuida lo que dices en este lugar.
—Te llevaré a casa, ¿de acuerdo? Déjame ayudarte a volver al pueblo.
Ella rió con fuerza. El viento tomó energía y sacudió los árboles al son de sus carcajadas.
—¿Eso te gustaría? ¿Crees que puedes socorrerme? —se deshizo del pequeño cadáver, que rodó hasta los pies del hombre. El conejo, de pelaje pardo, estaba abierto en canal—. Sí, no dudo que quieras hacerlo, eso aliviaría tu conciencia, ¿verdad?
—Vamos —ordenó él, volviendo a tenderle la mano—. Tus padres no deben estar muy lejos. Estamos de caza y podrías hacerte daño.
—Caza —escupió la palabra como si le quemase en los labios—. Destrucción. Muerte. Eso es todo lo que sabéis hacer. Ah... dulce venganza —echó la cabeza hacia atrás con una brusca sacudida e inhaló lentamente—. Sí, Yasei Shizen ha llegado.
Desechó la ayuda que le ofrecía de un manotazo y estiró las piernas hacia el suelo. Entre maravillado y horrorizado, el hombre observó cómo la nudosa rama deshacía la presa en torno a la chica y se amoldaba a ella, cambiando de forma, hasta que sus pies reposaron sobre la hierba.
—¿Qué...? —las palabras se le enredaban en la lengua— ¿Cómo diablos has...?
No entendía nada de lo que estaba ocurriendo. Tal vez esa cría no era una dulce muchacha perdida en el bosque, tal vez lo mejor sería alejarse de allí lo más rápido posible. Pero se quedó donde estaba, mirando la sangre del conejo en sus botas. Olía a flores.
Una estúpida sonrisa afloró en su rostro, siendo recompensada con una juguetona risa de niña. Ella empezó a dar vueltas a su alrededor, riendo y tarareando, sumida en su propio juego secreto.
—Asesinos. La Madre clama venganza —cantó—, 2Okuninushi está en camino. Todo daño recibirá su castigo. Sois muerte de acero y cristal que hiere la Tierra... ¡Y seréis sepultados por su furia salvaje!
Se detuvo, y sin dejar de murmurar para sí la enfurecida melodía, cogió un de los cuchillos que llevaba el hombre al cinto.
—Hoy el bosque también ha salido de caza. ¿Imaginas ser el conejo?
Clavó el arma en la flácida carne de su estómago y con una sonrisa cruel le abrió el vientre en canal. El hombre se desplomó en el suelo, bañando la tierra con su sangre, sin borrar esa expresión de vacía alegría de su rostro. Olía a flores.
*Shizen no Fukushû: En japonés, venganza de la naturaleza.
*Yasei Shizen: En japonés, naturaleza salvaje .
*Okuninushi: En la mitología japonesa, señor de la Tierra.
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Este relato es de la época en la que estaba descubriendo Japón y su encanto adictivo, así que me encantaba llenar los textos de palabras o expresiones en japonés. Ahora me parece un poco estúpido llenar un texto de trabas y tropezones, y estoy un poco desencantada con toda la literatura sobre (o ambientada en) Japón, escrita desde fuera y llena de palabras en japónés que busca un exotismo desmesurado, como si el país no tuviese suficiente encanto por sí mismo.Sin embargo, al escribirlo me pareció una clave importante, así que os lo dejo para que penséis en sádicas duendecillas niponas protectoras del bosque.